“No seremos los mismos después de este dolor.
No seremos los mismos después de tanta sangre, después de tantas lágrimas, de tanto sufrimiento.
“No seremos los mismos después de este dolor.
No seremos los mismos después de tanta sangre, después de tantas lágrimas, de tanto sufrimiento.
No seremos iguales después de recorrer –con el alma encogida por el pesar y el miedo– décadas de violencia entre hijos de una misma nación.
Una violencia absurda e insensata, como toda violencia.
No será la misma Colombia la que se levante –digna, erguida, valiente, con cicatrices pero hermosa– después de la noche infame del terror.
No. ¡No seremos los mismos!
Hemos sufrido mucho, hemos llorado mucho; hemos sentido el golpe de la mano asesina, el dolor de las viudas y los huérfanos, el desamparo de los despojados, y tenemos el reto, la obligación, el anhelo, de sacudirnos las cenizas y continuar el viaje.
¡Y vamos a hacerlo, colombianos! ¡Podemos hacerlo!
Si hemos tenido víctimas, si aún siguen produciéndose víctimas, vamos a ubicarnos y a pararnos en la orilla que nos corresponde: ¡al lado de ellas, de su parte, abrazando y comprendiendo su sufrimiento!
Entendámoslo de una vez –y ojalá lo entiendan esos pocos que insisten en el lenguaje de las armas y el terror–:
Nuestro país no está condenado –no estamos condenados– a cien años de soledad ni a cien años de violencia.
Dije el 7 de agosto que le llegó la hora a Colombia, y ahora –más que nunca– sentimos que esa hora se aproxima.
Porque al fin nos miramos y nos reconocemos sin caretas, sin eufemismos, sin falsas consolaciones.
Porque asumimos nuestra responsabilidad como sociedad.
Porque nos hemos propuesto que el sol de la prosperidad salga para todos, pero primero –antes que nada– salga para los más olvidados, para los más sufridos, para los inocentes que hasta hoy han cargado en soledad el peso de su dolor.
Hoy es un día histórico; todos lo sabemos.
Hoy es un día de esperanza nacional en el que no sólo los colombianos sino el mundo entero son testigos del propósito de un Estado que –en nombre de la sociedad– está dispuesto a pagar una deuda moral, una deuda largamente aplazada, con las víctimas de una violencia que tiene que terminar, ¡que vamos a terminar!
Y cuando decimos que el mundo es testigo, no estamos hablando retóricamente.
Hoy nos sentimos honrados y muy complacidos al poder sancionar esta trascendental ley en la presencia de Su Excelencia Ban Ki-moon, Secretario General de las Naciones Unidas.
Su asistencia a este acto, señor Secretario General, confiere aún más validez y significado al paso histórico que estamos dando, y quiero agradecerle este gesto en nombre del pueblo colombiano.
A través suyo, agradezco también a las agencias de las Naciones Unidas en nuestro país, cuyo papel ha sido fundamental, no sólo en la discusión de esta ley, sino en todo el proceso de fomentar escenarios de reconciliación y espacios de desarrollo económico y social para las víctimas del conflicto.
Y agradezco también a la comunidad internacional, en sus diversas expresiones –tanto Estados como organizaciones– por el positivo acompañamiento que han dado a nuestro país.
Algunos nos ayudaron cuando intentamos, hace más de una década, un proceso de paz que nació muerto por la traición de la guerrilla.
Otros nos ayudaron cuando pusimos en marcha el proceso de justicia y paz que logró la desmovilización de los grupos de autodefensa y procuró –por primera vez en el mundo– la aplicación de los principios de justicia, verdad y reparación en un conflicto que no había terminado.
Ahora es la oportunidad para que todos se vinculen a este magno proyecto de justicia transicional enfocado en la reparación económica y moral de las víctimas.
Recientemente, una amiga embajadora manifestaba su convicción de que no sólo su nación, sino la comunidad internacional, estaban dispuestas a ayudar en el proceso de implementación de esta ley.
De antemano les agradezco esta colaboración. Porque la necesitamos, ¡y en qué forma!
La Ley de Víctimas que hoy sancionamos es el fruto de arduos meses de trabajo, en el que participaron diferentes instancias del Gobierno, dentro de las que destaco al Ministerio del Interior y de Justicia, su Ministro Germán Vargas Lleras; el Ministerio de Agricultura, su Ministro Juan Camilo Restrepo, y la Agencia Presidencial para la Acción Social, su Director Diego Molano.
Es también el fruto del debate y la discusión constructiva con diversas organizaciones sociales.
Muchas gracias, en particular, a las organizaciones de víctimas, no sólo por sus aportes a esta ley, sino por su esfuerzo continuo y denodado por hacer valer las voces de tantos colombianos que –si no fuera por ustedes– se habrían esfumado en el silencio.
Cuenten con nuestro apoyo –más ahora que tenemos esta ley– y con nuestra protección –la del Gobierno y la fuerza pública– para que puedan seguir ejerciendo su importante labor y para que algún día, ojalá más pronto que tarde, no tengan ya que existir, cuando ya no haya víctimas y aquellas que hubo en el pasado estén reparadas.
Un reconocimiento especial –muy especial– quiero hacer al Congreso de la República de Colombia, que estuvo a la altura del inmenso desafío.
Como ustedes recuerdan, el 27 de septiembre del año pasado, hace ocho meses y medio, en un acto sin precedentes en nuestra historia, caminé con ustedes, desde esta Plaza de Armas hasta el edificio del Congreso, y radiqué personalmente el proyecto de ley que hoy se hace realidad.
Fue una forma de mostrar, simbólicamente, el enorme compromiso que tenemos en este gobierno –y yo, personalmente, como presidente– con esta ley, y la forma mancomunada en que la íbamos a impulsar con los congresistas.
Este proyecto –en su concepción de Ley de Víctimas y de Restitución de Tierras– fue concertado y enriquecido, en la Mesa de la Unidad Nacional, por el Partido Liberal, el Partido de la U, el Partido Conservador y Cambio Radical.
¡Se trata, sin duda, de uno de los mejores frutos de la Unidad Nacional!
Y debemos decir, con satisfacción, que en el Congreso contó también con el apoyo de parlamentarios de otras vertientes políticas.
Porque las víctimas no tienen color político y esta ley se convirtió, como debe ser, en un propósito de la sociedad colombiana en su conjunto.
Hoy quiero rendir un homenaje a este Congreso valiente y con sensibilidad social que fue capaz de producir y aprobar una ley de la envergadura que ésta tiene.
Y permítanme citar –para la historia– los nombres de algunos congresistas que hicieron un particular aporte para que esta iniciativa se convirtiera en realidad:
Los honorables senadores Juan Fernando Cristo, Armando Benedetti, Roy Barreras, Hernán Andrade, Jorge Londoño, Hemel Hurtado, Luis Carlos Avellaneda, Carlos Fernando Motoa, Camilo Sánchez, Carlos Ramiro Chavarro, Eduardo Enríquez Maya, Juan Lozano, José Darío Salazar y Fuad Char –que fueron ponentes, conciliadores o firmaron el proyecto– tienen muchos motivos para sentirse orgullosos y tranquilos con su conciencia.
Lo mismo podemos decir de los honorables representantes Guillermo Rivera, Carlos Alberto Zuluaga, Jorge Eliécer Gómez, Alfonso Prada, Efraín Torres, Óscar Fernando Bravo, Jaime Buenahora, Jorge Rozo, Carlos Arturo Correa, Juan Carlos García, Juan Carlos Salazar, Alfredo Bocanegra, Jahir Acuña, Hernán Penagos, Humphrey Roa, Carlos Jiménez y Germán Varón.
Muchas gracias, ¡muchas gracias!, no sólo a quienes he nombrado sino a la inmensa mayoría de los congresistas, que votaron positivamente esta ley, e incluso a quienes –como los representantes Germán Navas e Iván Cepeda, del Polo Democrático– trabajaron juiciosamente en su diseño y discusión, si bien al final se apartaron de la votación.
Muchas gracias a todos –en el Gobierno, el Congreso y la sociedad civil– por este esfuerzo que Dios y la Patria les recompensará.
Ustedes recuerdan muy bien –estoy seguro– la frase que dije en esta misma Plaza de Armas el pasado 27 de septiembre, una frase que hoy, más que nunca, quiero repetir:
“Si logramos pasar esta ley, y cumplirla, en beneficio de todas nuestras víctimas, ¡si sólo hacemos esto!, habrá valido la pena para mí ser Presidente, y para ustedes, congresistas, haber sido elegidos en sus curules”.
Pues bien, honorables congresistas, aquí estamos reunidos para decir –ante el país y ante el más alto testigo de la comunidad internacional– que VALIÓ LA PENA.
¡VALIÓ LA PENA!
¡Valió la pena para ustedes haber sido elegidos congresistas y para mí haber llegado a la Presidencia de la República!
Sí señores, es tiempo de felicitarnos, pero también es tiempo de hacer un alto en el camino, tomar un respiro y comprender que nos espera una nueva y más larga caminata.
Porque esta ley no es un puerto de destino sino apenas la grilla de partida.
¡Ahora viene el mayor esfuerzo!
Hemos superado una alta montaña –que era la aprobación de esta ley histórica– y ahora, desde su cumbre, podemos divisar el inmenso horizonte, los valles y colinas que nos faltan por recorrer.
Es ahora cuando se pone a prueba la capacidad y la voluntad no sólo del Estado, sino de toda la sociedad colombiana, para cumplirles a las víctimas, a esos cientos de miles de colombianos que han perdido sus seres queridos, su salud o sus tierras por causa del conflicto.
¡Y lo vamos a hacer! ¡Podemos hacerlo!
No llegamos a esta cima para quedarnos sentados sobre ella ni mucho menos para volver atrás.
La escalamos para llevar al país a un mañana de reconciliación, de verdad, de justicia y, finalmente –porque esa es nuestra meta y la de todos los colombianos–, DE PAZ.
Porque no sólo estamos hablando de paz. ¡Estamos construyendo las condiciones para la paz!
Y quienes no entiendan esto –y me refiero en especial a los grupos armados ilegales–, quienes no sepan leer los tiempos que vivimos y el rumbo que toma el país, ¡habrán perdido para siempre el tren de la historia!
No me voy a extender en estas palabras en una explicación detallada de los múltiples beneficios y procedimientos que contempla esta ley de más de 200 artículos en favor de las víctimas de la violencia.
Pero sí quisiera hacer énfasis en algunos aspectos fundamentales:
Logramos una DEFINICIÓN DE VÍCTIMA que no discrimina ni tiene en cuenta quién es el victimario.
De acuerdo con ella, serán beneficiarias de esta ley todas las personas que, en forma individual o colectiva, hayan sufrido daños como consecuencia de infracciones al Derecho Internacional Humanitario o violaciones a los derechos humanos, ocurridas con ocasión del conflicto armado interno.
Y que nadie se engañe: el reconocimiento del conflicto que sufrimos desde hace casi medio siglo no supone –y así lo aclara la misma ley– un reconocimiento político a los grupos armados ilegales, a los que seguiremos combatiendo como narcoterroristas en tanto sigan atentando contra la paz y seguridad de los colombianos.
Para efectos de reparaciones económicas se considerará como víctimas a quienes hayan sufrido el daño con posterioridad al 1º de enero de 1985, y para efectos de la restitución de tierras, ésta se aplicará a quienes hayan sido despojados a partir del 1º de enero de 1991.
Es decir, se repara o se busca la restitución de tierras con un margen hacia atrás superior a las dos décadas.
Y no desconocemos, en todo caso, a las víctimas anteriores a 1985, quienes accederán a la reparación simbólica y a las garantías de no repetición.
Para las víctimas habrá, también, medidas especiales y preferentes en materia de salud y educación, y acceso a un subsidio para cubrir los gastos funerarios de quienes mueran como consecuencia del conflicto.
Esperamos, por supuesto –con nuestra política de seguridad–, reducir cada día más el número de damnificados, pero igualmente establecimos la entrega de una ayuda humanitaria para que las nuevas víctimas puedan sobrellevar las necesidades básicas e inmediatas luego de sufrir un daño.
Nuestro objetivo más ambicioso es lograr, en un horizonte de 10 años, una reparación integral para todas las víctimas del conflicto.
Esa reparación integral incluirá cinco elementos fundamentales:
En primer lugar, la ley contempla un Programa de ATENCIÓN PSICOSOCIAL para atender las secuelas psicológicas que el conflicto ha dejado a las víctimas, y también su rehabilitación física.
Sabemos muy bien que la reparación es mucho más que un cheque o un pedazo de tierra.
La reparación implica ayudar a las víctimas a reconstruir sus proyectos de vida, y a eso le apostamos de manera primordial.
En segundo lugar, se instituye un programa masivo de INDEMNIZACIONES ADMINISTRATIVAS para las víctimas que sean reconocidas como tales, con la opción de recibir una indemnización mayor si se suscribe un contrato de transacción renunciando a una posterior demanda al Estado.
Eso sí, toda víctima –y en esto hay que ser muy claros–, así haya recibido una indemnización del Estado, mantiene su derecho de demandar y obtener reparaciones de los criminales o grupos armados ilegales que hayan sido sus victimarios.
Valga resaltar que, desde el Gobierno, orientaremos a los beneficiarios de indemnizaciones para que las destinen a proyectos productivos, de educación superior, de vivienda o tierra.
En tercer lugar, está el tema esencial de la RESTITUCIÓN DE TIERRAS.
Nuestro compromiso como Estado, nuestro reto como sociedad, es lograr que todos los campesinos que fueron desplazados o despojados por la violencia vuelvan a sembrar a sus parcelas.
Y no sólo se trata de restituirlas, sino de acompañarlos en su proceso de retorno, con programas de estímulos, créditos, asistencia técnica y, por supuesto, seguridad.
Esperamos que los procesos de restitución de tierras –que hoy pueden demorar entre 10 y 20 años– se acorten sustancialmente, por lo menos a una décima parte de lo que hoy duran.
Tenemos, en cuarto lugar, una serie de medidas para lograr la SATISFACCIÓN de todas las víctimas, sin importar cuándo recibieron el daño.
Son medidas que propenden por la búsqueda de la verdad, la recopilación y publicación de la memoria histórica, y también dirigidas a lo que hemos llamado la reparación inmaterial, como la exención de prestar el servicio militar o la creación del día nacional de las víctimas, entre otras.
Y hay, en quinto lugar, toda una batería de medidas que buscan evitar que las violaciones de los derechos humanos vuelvan a ocurrir, a las que denominamos “GARANTÍAS DE NO REPETICIÓN”.
Entre éstas se encuentran: la implementación de programas de educación en derechos humanos, la derogatoria de normas o actos administrativos que hayan permitido o permitan la violación de los derechos humanos, programas de reconciliación social e individual, la participación del sector privado en la generación de proyectos productivos con las víctimas, y muchas otras más.
En fin: se trata de una ley amplia y comprehensiva que supone un esfuerzo monumental, sin duda, del Estado y de la sociedad para reparar a nuestras víctimas y sanar las heridas que hemos sufrido como nación.
Porque una sociedad herida, con las cicatrices abiertas, no puede aspirar –como aspiramos nosotros– a un futuro de paz y felicidad.
Para lograr todos estos avances –que se irán produciendo gradualmente en el curso de los próximos 10 años– hemos establecido una nueva institucionalidad, que se convierte en nuestro reto más urgente.
La creación de esta institucionalidad es un desafío enorme que asumimos desde ahora y que implica unos tiempos que debemos tener en cuenta para no generar expectativas inmediatas o poco realistas.
La Agencia Presidencial para la Acción Social se transformará en un departamento administrativo que se encargará de la coordinación y ejecución de la política de inclusión social y de reconciliación.
Habrá una Unidad Administrativa de Atención y Reparación, que será la encargada de ejecutar y coordinar la política de reparación de que trata la ley.
Y la más alta instancia del sistema integral de reparación y atención a las víctimas será un Comité Ejecutivo, conformado por el presidente de la República; los ministros del Interior, de Agricultura y de Hacienda; el director de Planeación Nacional, y el jefe y el director del departamento y la unidad que acabo de mencionar.
También se crearán Centros Regionales de Atención y Reparación en las diversas regiones del país, donde las víctimas podrán acudir para acceder a todos los beneficios de la ley.
Esto es muy importante: NO habrá ya varios sistemas ni diferentes modelos de atención, sino un único punto de entrada y de servicios para todas las víctimas, sin distinción.
En cuanto a la restitución de tierras, habrá una Unidad Administrativa Especial de Tierras Despojadas –adscrita al Ministerio de Agricultura– que acompañará a los reclamantes en su proceso, y se crearán jueces agrarios o de tierras.
Se instituirá, finalmente, el Centro de Memoria Histórica, que centralizará todas las funciones de recolección y preservación de la memoria histórica del conflicto y de las víctimas.
Porque en este caso, más que nunca, sí que tiene cabida la famosa frase de que quien no conoce su historia está condenado a repetirla.
Estamos comprometidos con la verdad y con la memoria, no sólo para no repetir la historia, sino para rendir justo homenaje a tantos compatriotas que murieron o sufrieron por causa del conflicto.
Y quiero ser muy claro, muy claro, ante el país y el mundo:
El proceso que hoy inicia contará con toda la voluntad, la decisión y el esfuerzo de parte del Gobierno, pero no es un proceso de resultados inmediatos.
Lo realizaremos de forma ordenada, progresiva y dando prioridad a los grupos de víctimas más vulnerables, pero es importante –como ya dije– no generar expectativas que vayan más allá de la capacidad real del Estado de avanzar en el cumplimiento de la ley.
Esto requerirá toda la dedicación de las entidades involucradas, entendimiento y diálogo con las víctimas, perseverancia y paciencia –¡mucha paciencia!– en la tarea para acertar en la aplicación de una ley que busca solucionar uno de los problemas más complejos que haya sufrido nuestro país en toda su historia.
La Ley de Víctimas que hoy proclamamos no sólo es un hito nacional sino internacional.
Ningún otro país en el mundo ha asumido, como Colombia, un esfuerzo de estas dimensiones para reparar las víctimas, restituir las tierras y cerrar las heridas, sin haber terminado todavía el conflicto que nos desangra.
Nunca antes se habían comprometido de tal forma los recursos de un Estado para pagar una deuda moral de la sociedad.
Hemos tenido muy presentes las palabras del arzobispo Desmond Tutu, gestor y líder del proceso de paz sudafricano:
“Las quejas sociales y económicas que no sean adecuadamente atendidas en un proceso de transición, constituyen barriles de pólvora de resentimiento y frustración que podrían amenazar el orden social”.
No podemos construir un país desarrollado, un país en paz, un país justo, sobre el barril de pólvora de la frustración de millones de víctimas.
Por eso no esperamos a que termine el conflicto.
Por eso comenzamos ya.
Porque sabemos que el dolor no da espera, que el sufrimiento no da espera y que no podemos seguir aguardando a que los violentos abandonen su carrera demencial.
Hoy damos un paso gigantesco hacia una Colombia reconciliada.
Es un paso fundamental, pero tan sólo uno –apenas uno– en el largo camino que nos espera.
En uno o dos años es imposible reparar, simbólica o materialmente, la violencia de más de medio siglo en nuestro país, y por eso la Ley de Víctimas define un horizonte de reparación de 10 años.
Y ya estamos comenzando, ya estamos trabajando para adelantar el proceso.
Este mismo año se pondrá en marcha una puerta de entrada ágil y digna con el Registro Único de Víctimas, se divulgarán los beneficios de la ley, y comenzará la orientación a las víctimas, al tiempo que creamos la nueva institucionalidad.
Todo esto debe estar listo antes de terminar el 2011.
También en los próximos 6 meses debemos reglamentar e implementar asuntos cruciales para el proceso de atención y reparación a las víctimas como los programas de atención psicosocial y de salud mental, las acciones de restitución de tierras, las medidas de reparación colectiva y la participación efectiva de las víctimas.
Estamos diseñando, además, el Plan Nacional de Atención y Reparación Integral a Víctimas, que haremos público oportunamente.
Y, en todo caso –mientras se pone en marcha el sistema–, vamos a seguir avanzando.
Este año repararemos a por lo menos 25 mil hogares víctimas a través de la indemnización administrativa y tendremos al menos 20 mil familias que retornan a sus lugares de origen con un incentivo y acompañamiento para su reparación colectiva.
Y ya estamos reformando los lugares de atención para tener los Centros Regionales de Atención y Reparación en 10 ciudades del país.
Así que quede claro –para que se midan las expectativas–: el proceso es gradual y se cumplirá en un lapso de 10 años, pero eso no significa que no estemos empezando ya con los instrumentos que tenemos disponibles.
Sea el momento de reconocer y valorar el importante trabajo que se ha hecho hasta ahora con las herramientas del proceso de justicia y paz, y a través de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, que con tanta vocación dirigió Eduardo Pizarro, con el concurso de los comisionados.
El papel de la Comisión será asumido por las nuevas instituciones, marcando el fin de una entidad que será recordada como pionera en este crucial proceso de reparación y reconciliación que hoy se consolida a través de la ley que sancionamos.
Ésta es una ley que todos reconocemos como histórica, y que lo será –sin duda– si el Estado y la sociedad, y si las mismas víctimas, con diligencia, voluntad, paciencia y buena fe, nos comprometemos a hacer realidad sus intenciones y sus postulados.
Como dije al comienzo, no seremos los mismos después de tanto dolor que hemos sufrido en los años precedentes.
Quisiera creer hoy –10 de junio de 2011– que a partir de esta fecha tampoco seremos iguales.
Ruego a Dios, pido al destino, que este día marque un antes y un después en nuestra vida como nación.
Que las víctimas, cansadas de clamar en el vacío, se sientan al fin reconocidas, protegidas, recompensadas de alguna manera, y sobre todo valoradas.
Que los violentos entiendan que los cambios que alguna vez pretendieron lograr con las armas, se pueden alcanzar mejor dentro de la democracia, sin causar dolor ni muertes.
Bien se ha dicho que una sociedad que no privilegia a los más débiles está condenada al caos.
Hoy queremos privilegiar a los más débiles y salvar así nuestra sociedad.
Hoy queremos escucharlos, atenderlos, ponernos en sus zapatos y sentir –conmocionados– el peso enorme de su tragedia.
La sociedad se levanta para ayudarlos.
Colombia se levanta –como un solo hombre, como una sola mujer– para sanar sus heridas, las heridas de millones de sus hijos.
Porque hemos sufrido mucho.
Porque merecemos un destino diferente.
Porque sólo cuando nos hacemos responsables del dolor del otro –como decía el gran escritor Ernesto Sábato– nuestro compromiso nos da un sentido más allá de la fatalidad de la historia.
Asumamos –colombianos– el riesgo y el deber de cambiar nuestra historia.
Alcémonos sobre las dificultades y construyamos el futuro que queremos.
¡Emprendamos, UNIDOS, el camino de la felicidad!
Digamos –por nuestras víctimas, pensando en nuestras víctimas– que valió la pena, ¡que SÍ valió la pena haber vivido para presenciar un día como éste!
Que Dios nos dé la fuerza –y los colombianos y el mundo nos den su apoyo– para hacer de esta ley que hoy sancionamos UN INSTRUMENTO DE PAZ Y DE JUSTICIA.
Muchas gracias”.
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