Existe un mágico lugar escondido en medio de las montañas caucanas. Está envuelto en selva impenetrable y de sus entrañas brota un agua virgen que se entrega al Océano Pacífico dando alegres saltos por las rocas.
Ahí me encontraba yo, hace algunos años, por esta misma época. Recuerdo que una noche oscura, de esas en que la luna está comenzando a germinar, compartíamos un chocolate hecho con leña mientras relatábamos nuestros sueños y propósitos del nuevo año. Las velas nos alumbraban la sonrisa a cuatro personas. Una pareja de amigos, el campesino encargado de cuidar el bosque y yo. Entonces cada uno comenzó a recordar los deseos que teníamos cuándo éramos niños.
Mi amiga dijo que cuando era pequeña se paraba frente al espejo con un cepillo en la mano y cantaba y bailaba como la estrella musical más brillante de la época. El novio nos contó que su sueño siempre había sido manejar un auténtico “Rolls Royce” de color negro grisáceo.
Yo me remonté a una gigantesca hacienda imaginaria que sería hogar para animales huérfanos y flores y atardeceres y guayabas…
Cada historia se veía acompañada de suspiros tristes porque aún ahora son deseos que nadan en el melancólico lago de la frustración.
El amigo campesino había estado escuchando sonrientemente nuestras ilusiones infantiles. Él es un fuerte morenazo, cuenta con la sabiduría de un viejo árbol. No sabe leer de corrido pero reconoce todas las huellas animales, humanas e infrahumanas de las trochas y caminos. No tiene mucho dinero pero es el hombre con la carcajada más espontánea y pegajosa que alguna vez se pueda escuchar. Tampoco viste ropas elegantes; su piel y sus músculos bastan para reconocer la verdadera calidad.
Entonces le tocó el turno a él. Rápidamente nos contó que cuando era niño soñaba con comerse una lata entera de sardinas. Eran muchos hermanos en su casa y siempre debían compartir ese costoso manjar. Después de su relato hubo un claro silencio que nos reintegró a la realidad nocturna. Nos sentimos envueltos otra vez en la fantástica clave Morse de las luciérnagas; escuchamos las ranas, el río, los murciélagos, la noble sinfonía de los insectos.
Y nuestro humilde amigo concluyó: “ah, pero eso si, cuándo cumplí catorce años me comí YO SOLO una lata grande de sardinas”. Las fuertes carcajadas nos hicieron descubrir que en realidad él era el único que había logrado cumplir su sueño. Y varias veces!
Fue una lección de sencillez que nunca vamos a olvidar. Porque no es rico el que más tiene sino el que menos necesita. Y porque los sueños no sirven de nada si uno no vive para lograrlos.
Liza González Perafán.
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