El conflicto en Colombia como guerra por el narcotráfico: la gran falacia

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El conflicto en Colombia como guerra por el narcotráfico: la gran falacia

Salomón Majbub Avendaño[1]

Introducción

En la década de los noventa se estableció una visión reduccionista para explicar el conflicto interno colombiano que se basó en narcotizarlo todo. Es decir, argumentar que el conflicto armado había llegado a niveles de degradación y larga duración porque los actores involucrados en la guerra olvidaron sus objetivos políticos y se volvieron competidores, únicamente, de las rentas producidas por las economías de la cocaína. Este capítulo quiere mostrar como esto no ha sido más que un discurso exculpatorio, sobre todo de las responsabilidades del Estado, en materia de degradación de la guerra, agudización de la violencia y violaciones a los derechos humanos en nombre de la “guerra contra las drogas”.

Se muestra que vender el conflicto en Colombia como guerra por el narcotráfico favoreció una narrativa estigmatizante sobre unas determinadas poblaciones que han sido reprimidas, perseguidas, criminalizadas y anuladas políticamente por medio de un dispositivo de represión como “la guerra contra las drogas”. Ha sido una guerra de clases. También estos discursos han dificultado las disposiciones para ofrecer salidas negociadas y políticas al conflicto interno. La primera parte del documento señala los debates que se han construido en torno a si este ha sido un conflicto por el narcotráfico o no; poniendo sobre la mesa matices en esas relaciones complejas entre las economías y mercados de la cocaína, marihuana y amapola con el desarrollo y persistencia del conflicto interno. La segunda parte da cuenta sobre lo funcional que fue masificar la idea de la persistencia y degradación de la guerra por el narcotráfico, ya que permitió el aterrizaje de la “guerra contra las drogas” en el país y su función real de dispositivo de represión sobre sectores poblaciones incomodos a los intereses del establecimiento. Y la tercera parte evidencia cuáles han sido las violencias y las víctimas de la mal llamada “guerra contra las drogas” y su paradigma prohibicionista.

El documento se construyó desde las voces de campesinos, campesinas, indígenas y afrodescendientes que han resistido a los embates del prohibicionismo en la “guerra contra las drogas”, tanto por el Estado y grupos armados ilegales. Sus voces constituyen memoria viva que merecen ser escuchadas las veces que sean necesarias, pero sobre todo, ellas y ellos como sujetos políticos merecen ser reparados y reconocidos como víctimas del conflicto armado interno para avanzar en la construcción de paz.

Las discusiones sobre el lugar del narcotráfico en el conflicto armado

En el momento en que el narcotráfico se cruzó con el conflicto armado interno, a mediados de la década de los setenta, este último se transformó. El narcotráfico como modelo de acumulación de poder económico y político (Comisión de la Verdad, 2022a) modificó la producción de riqueza del país e involucró a todos los actores de la guerra interna. Particularmente, los reflectores sobre los impactos de estas relaciones se han centrado en los grupos armados ilegales como guerrillas y paramilitares con el fin de mostrar las maneras en que estos se han hecho más violentos y criminales, a la par de evidenciar cómo el conflicto ha llegado a niveles de degradación y escalamiento de la violencia por cuenta de las relaciones entre los actores armados y los mercados ilegalizados de drogas (Henderson, 2012; Duncan, 2015).

Estas complejas relaciones que han instaurado los grupos guerrilleros y paramilitares con las economías regionales de la cocaína, de manera diferenciada, ha sido funcional a tendencias de narcotizar el conflicto interno, lo cual ha llevado a despojarlo de su carácter político y  darle un acento únicamente criminal. Políticamente se ha utilizado la visión reduccionista de explicar toda violencia en el país por cuenta del narcotráfico para ocultar causas estructurales de nuestro conflicto social, político y económico (González, 2016; Uprimny et. al, 1994). También para obstaculizar salidas políticas y negociadas con los actores armados e insistir en las opciones militares y guerreristas para seguir justificando recursos económicos para continuar la guerra diciendo que se pretende acabar las drogas.  

Actualmente entender la naturaleza del conflicto y su persistencia se ha convertido en un reto en la medida en que el relacionamiento que han construido los actores armados, especialmente las insurgencias, con las economías ilícitas pone sobre la superficie la pregunta sobre la persistencia o no de las causas políticas e ideológicas del conflicto armado colombiano. Y esta no es una pregunta menor, pues a seis años de firmado el Acuerdo de Paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) es un cuestionamiento constante si la persistencia del conflicto y el surgimiento de nuevos grupos armados disidentes del proceso de paz guarda un carácter político o ha virado a un enfrentamiento entre grupos por cuestiones de narcotráfico, minería y otras rentas bien sean legales o ilegales.

Como lo ha expuesto la Comisión de la Verdad (2022a), el país ha puesto en dos orillas las discusiones que atañen a la relación y financiación de los grupos guerrilleros provenientes de los dineros producidos de las economías regionales de la coca y la cocaína[2]. La primera es la que asume que las insurgencias se convirtieron en un cartel más del tráfico de drogas, donde la idea más clásica ha sido la del “cartel de las FARC” que se construyó en la década de los noventa (Guzmán & Muñoz, 2005). La segunda es la idea de que las guerrillas no tuvieron -o tienen- ningún involucramiento significativo con los mercados de la cocaína, narrativa que disputan las guerrillas desmovilizadas y las que continúan en la lucha armada (Comisión de la Verdad, 2022a; ELN, 2022).

¿Un conflicto por el narcotráfico y sus rentas?

Las discusiones sobre viejas y nuevas guerras aterrizan lo mencionado en la primera idea. Este debate se ubica en que la guerra por motivaciones económicas y captura de rentas (nueva guerra) se ha sobrepuesto a la guerra política e ideológica (vieja guerra). El momento histórico que determinó este giro fue la caída del muro de Berlín, lo que supuestamente significó el fracaso de las políticas socialistas y comunistas en el mundo quitándole piso político a los proyectos de rebelión armada en diferentes países. Las premisas de Paul Collier (2000) han sido las que avivaron, en principio, las posturas sobre las nuevas guerras. Según sus postulados, las posibilidades de que un conflicto interno tenga cabida en un país pasan por las condiciones económicas y no por las medidas objetivas o estructurales del agravio social.

Continuando su argumento para sostener su interpretación puramente económica de las guerras, Collier sostuvo que los conflictos internos tienen cabida cuando las organizaciones rebeldes son financieramente viables; y ejemplificó esta idea con una comparación entre la Milicia de Michigan y las FARC-EP. Al respecto dijo que la primera no pudo crecer más allá de un número reducido de voluntarios en un tiempo limitado, mientras la guerrilla colombiana creció a tal magnitud que pudo emplear a cerca de 12 mil personas. La diferencia entre una y otra organización no fueron sus causas políticas sino las oportunidades que tuvo cada una de obtener recursos. Según este investigador de aquel momento del Banco Mundial, las FARC-EP ganaban cerca de 700 millones de dólares anuales por su relación con el mercado de las drogas ilícitas y el secuestro.  

Uno de los postulados para argumentar la criminalización y motivación económica para la guerra es la idea de “emplearse” en los ejércitos irregulares. Idea que pone sobre la mesa la duda de si los integrantes de los grupos armados están haciendo la guerra por convicción política o solamente están por un sueldo que puedan recibir de un empleador armado (Collier, 2002). Para Francisco Gutiérrez (2004) en Colombia esa idea de enriquecerse y aspirar a un sueldo dentro de un grupo guerrillero es lo más distante. Los miembros y ex miembros de los distintos grupos guerrilleros colombianos no reciben sueldos y participan en un conflicto con alta probabilidad de morir. En sus acciones y tomas militares a municipios no han sido registradas acciones de saqueo y el enriquecimiento personal dentro de la guerrilla es una expectativa poco realista; lo que en un país como Colombia tumbaría la teoría economicista de Collier, ya que se puede decir que los miembros o ex miembros de grupos guerrilleros se sostuvieron en la guerra por alguna convicción política o ideológica. Esto mismo lo ratificaron dos excombatientes, uno de las FARC-EP y otro del ELN, donde mencionaron que en ambos grupos guerrilleros su vinculación nunca se dio por promesas de dinero o aspiración del mismo, que en sus respectivos grupos era claro que el dinero que se recaudaba iba al sostenimiento de todas las tropas y no de un individuo particular, y sus motivaciones de ingreso se dieron por la búsqueda de la construcción de una mejor sociedad, aunque varios años después de permanecer en la vida armada entendieron que ese mismo ideal podía conseguirse de manera pacífica (entrevista 1 ex combatiente de las Farc-ep, 2022; entrevista 2 ex combatiente del ELN, 2020).

Ahora, por supuesto que estas ideas podrían cambiar en el momento en que la justicia colombiana o de otros países lograran demostrar bienes o cuentas bancarias para el disfrute de altos mandos, mandos medios y guerrilleros rasos, bien sean de las extintas Farc-ep o del ELN. Hasta el momento esto no ha sido demostrado y, por el contrario, según el informe de la Comisión de la Verdad (2022a) la Unidad de Investigación y Análisis Financiero[3] (UIAF) no ha registrado casos de lavado de activos o dineros sospechosos de goce individual provenientes de guerrilleros farianos o elenos.

En el marco de esta discusión, sectores políticos y poblacionales colombianos se han adherido a la idea de la no existencia de un conflicto político sino de una amenaza narcoterrorista, argumentando que debido a las relaciones construidas entre los grupos guerrilleros con los mercados de la cocaína y marihuana su carácter político se perdió convirtiéndose en ejércitos criminales dedicados a un negocio ilícito. Pero también esta idea ha sido funcional para el fortalecimiento militar, tecnológico y económico de las fuerzas armadas colombianas, inventando al enemigo del “cartel de las Farc”.  Durante el gobierno de Ernesto Samper Pizano (1994-1998) oficiales de las fuerzas armadas de ese momento como el general Harold Bedoya Pizarro impusieron su propia interpretación sobre las relaciones de las FARC-EP con el tráfico de cocaína, muchas veces alejada de la posición oficial del gobierno. Esto es lo que abrió paso al posicionamiento de términos como “cartel de las Farc”, “narcoguerrilla[4]” y “narco subversión” que fortaleció el discurso y la idea oficial, para la década de 1990, de que el narcotráfico era el combustible de la guerra y de su larga duración (Comisión de la Verdad, 2022a; Gutiérrez, 2020).

Pese a que históricamente la lucha contra el narcotráfico le había correspondido a la Policía Nacional con apoyos de agencias como la DEA, desde mediados de los años ochenta los Estados Unidos buscaron involucrar a las fuerzas militares en esa tarea, lo que generó tensiones entre ambas instituciones armadas (Comisión de la Verdad, 2022a). Para ese momento entre los militares aparecieron posiciones de desacuerdo sobre involucrarse en la “lucha contra las drogas” lo que se subsanó a mediados de la década de los noventa, cuando sectores claves de la comandancia militar estuvieron de acuerdo en asumir roles en el combate contra el narcotráfico, pues vieron que ahí se podía acceder a recursos económicos importantes por parte de los Estados Unidos para lograr un proceso de reingeniería institucional en las fuerzas armadas que los militares estaban aspirando (Comisión de la Verdad, 2022a).

Esta reingeniería se terminó de concretar con la firma del Plan Colombia que pretendió fortalecer las capacidades del Estado colombiano que se venían poniendo en duda por el fortalecimiento de las organizaciones guerrilleras y paramilitares, que se demostraban con las tomas a importantes puestos y bases militares y masacres, estas últimas en el caso de los ejércitos paramilitares, al punto de creer que Colombia estaba ad portas de volverse un Estado fallido (Pizarro, 2004, 2014; Borda, 2012; Tokatlian, 2008). El Plan Colombia terminaría financiando la guerra contrainsurgente de las fuerzas armadas del Estado colombiano con la cortina de humo de estar “luchando contra las drogas”. Esa construcción del “cartel de las Farc” como enemigo que entró a reemplazar las estructuras de los principales carteles -Medellín y Cali- desmantelados en la década de los noventa, les dio combustible a los militares para obtener los recursos y las asistencias militares y tecnológicas soñadas para potencializar su guerra contra el enemigo interno, contra la insurgencia y profundizar la militarización de varias regiones del país.

¿insurgencias sin relaciones con el narcotráfico?

La otra narrativa que disputa un lugar en la memoria del conflicto interno es la que han creado y defendido las guerrillas en el país, donde se mantienen en la posición de que su involucramiento con el mercado de la cocaína y marihuana no fue significativo, más bien marginal en el que únicamente se dedicaron a cobrar un ´gramaje´[5] a los narcotraficantes que compraban la pasta base de coca en las áreas donde las guerrillas tuvieran control, o de los cargamentos de clorhidrato de cocaína que salían desde aeropuertos o puertos marítimos  para los mercados internacionales ubicados en zonas donde la guerrilla también tuviera alguna injerencia.

Por ejemplo, los ex miembros del que fuera el Secretariado de las FARC-EP, tanto en su vida en armas como en su vida como ex combatientes, han sostenido ante la opinión pública el discurso de que la organización guerrillera nunca se dejó permear por el narcotráfico, y que si bien si utilizaron dineros provenientes de los mercados ilegalizados de la cocaína nunca fueron un tercer cartel o una organización narcotraficante sino revolucionaria, que su manera de financiarse de esta economía fue por medio de cobrar impuestos a los grandes narcotraficantes y no a los campesinos cultivadores (CNN, 2019; BBC, 2019; El Espectador, 2016). Por supuesto que estas narrativas se ponen en entredicho desde canales como los de las fuerzas armadas y distintos sectores del Estado colombiano, los Estados Unidos y las mismas comunidades productoras que han convivido con los grupos armados que regulan este mercado, donde relatan que esta relación entre insurgencias y economías regionales de la cocaína trascendió el gramaje y hubo momentos en que los cobros también se le aplicaron a campesinos (entrevistas 3; 5; 6; 9; 10 campesinos cocaleros de Nariño, Catatumbo, Guaviare, Cauca y sur de Bolívar, 2022).

Lo cierto es que, si bien la cuestión es más compleja de que si son narcotraficantes o no los grupos armados del conflicto colombiano, en especial las guerrillas, no es útil ni transparente negar el papel del financiamiento por cuenta de los mercados de las drogas ilegalizadas en estos actores del conflicto. Tampoco es suficiente con asumir que este no es un tema importante en la lucha armada, por el contrario, el control de los recursos económicos contiene complejas y significativas relaciones entre la economía y la política en la guerra interna.  

Las FARC-EP y las economías regionales de la coca y cocaína

Las FARC-EP tuvieron sus primeros encuentros con los cultivos de coca por las zonas de Guaviare y Caquetá en 1978, aproximadamente. En ese momento la guerrilla veía como las comunidades empezaban a sembrar las matas de coca para garantizar su existencia económica, pero pese a estos motivos en principio la insurgencia mantuvo políticas prohibicionistas frente a esta economía obligando al campesinado a erradicar esos cultivos (García, 1995). Por supuesto estas acciones no cayeron bien ante una población que no tenía otras opciones económicas para garantizar la supervivencia de su familia, entrando en desacuerdos y choques constantes con las estructuras y mandos guerrilleros de las regiones, lo que empezó a desestabilizar las relaciones políticas entre el grupo armado y las comunidades. Al pasar por debates internos y tensiones como organización finalmente en 1982, en la Séptima Conferencia Nacional Guerrillera de las FARC, esta guerrilla decidió fortalecer y ampliar su base social con trabajo político sobre la población cultivadora de hoja de coca con el fin de ganarlos para la revolución (Farc-ep, 1982); abriéndose paso como un agente regulador de las nacientes economías regionales de la coca y la cocaína.

Los vínculos de las FARC-EP con las economías de la cocaína fueron evolucionando según las dinámicas en que ese cultivo fue masificándose en las regiones y el conflicto fue complejizándose. En principio la guerrilla no gravó ninguna etapa de esta producción, pero si empezó a intervenir en este mercado cuando las violencias por parte de narcotraficantes y compradores de la pasta base de coca desarrollaron violencias sobre las comunidades campesinas con el fin de no pagarles por el producto o estafarlos al pagarles menos de lo que compraban. Este momento es el que permite que las estructuras guerrilleras, con el objetivo de organizar políticamente el mercado y legitimarse más ante las comunidades rurales, establecieran mecanismos para fijar precios y maneras en que todas las transacciones de este mercado fueran transparentes y, sobre todo, justas para el campesinado (CNMH, 2014; Comisión de la Verdad, 2022a). Así lo ratificó un campesino de la región del Catatumbo.

Al principio la guerrilla no quería que sembraramos esta mata. Se la pasaban arrancándonos el cultivo pero eso generó muchas molestias entre las comunidades y la guerrilla, porque cómo es posible que si ellos ven que uno no tenía con que comer ni con que alimentar a sus hijos, y la coca nos estaba empezando a dar esa oportunidad nos la hicieran quitar. Lo bueno es que terminaron entendiendo eso y ya nos dejaron sembrar, con algunas reglas con las que las comunidades estuvimos de acuerdo. Pero ya su papel [el de la guerrilla] se hizo importante con esto cuando ordenaron ese desorden que era la compra y venta de la coca. Eso nos pagaban lo que quisieran, a veces ni nos pagaban o a muchos los mataban por no pagarles la mercancía y la guerrilla si los llamó al orden y les dijo que si querían comprar lo de este lado pues lo tenían que pagar a tanto y de contado, nada de pedir fiado (…) así el ambiente mejoró y se puso seguro para nosotros. (Entrevista 3 líder campesino del Catatumbo, 2022).

Desde mediados de los años noventa, posterior a su Octava Conferencia Nacional Guerrillera realizada en 1993, la relación de esta guerrilla con las economías de la cocaína se hizo más concreta. En parte porque el desarrollo paramilitar desde mediados de los ochenta se hizo evidente y empezó a golpear de manera contundente a la guerrilla. Este fortalecimiento paramilitar provino de los dineros de los grandes empresarios de la cocaína, lo que llevó a la guerrilla a capturar rentas de esa misma economía con el fin de no ser solo espectadores de ver cantidades de dinero pasando por su cara yéndose a financiar las actividades paramilitares en su contra. Sin embargo, fue con el avance paramilitar de finales de los noventa bajo las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) que las FARC-EP tomaron mayor participación en la cadena de la economía de la cocaína; pues en parte muchas operaciones de inteligencia que se le hicieron a la guerrilla provinieron de los compradores que paramilitares contrataban para que posteriormente les dieran información sobre movimientos y colaboradores de la insurgencia, y como reacción a esto la decisión fue empezar a comprar la pasta base de coca al campesino para luego, directamente la guerrilla, vendérsela al comprador sin que este entrara a los lugares de producción (Entrevista 1 ex combatiente de las FARC-EP, 2022).

Aunque en algunos Frentes de la guerrilla, en determinados momentos como la zona de distención, se llegó al nivel de producción de clorhidrato de cocaína nunca lograron pasar al nivel de poner esa droga en los mercados internacionales, como si lo pudieron establecer los paramilitares con su debido escenario de lavado de dinero. A lo que más logró llegar la guerrilla fue al cambio sobre las fronteras donde tenían control de cocaína por armas o efectivo (Comisión de la Verdad, 2022a).

El ELN y las economías regionales de la coca y cocaína

Con el ELN su discurso ha sido mucho más radical, en medios de comunicación y sus propios órganos de difusión, en negar cualquier vínculo con las economías regionales de la cocaína. Es más, en una carta abierta dirigida al Departamento de Estado de los Estados Unidos, la Fiscalía Federal de los Estados Unidos y al gobierno colombiano, propusieron la creación de una comisión internacional que viniera a Colombia a verificar si en las zonas de control y presencia de esta guerrilla tienen cultivos, laboratorios o rutas para el narcotráfico (ELN, 2020). Pese a esta seguridad que intenta el ELN transmitir sobre su marginal relación con estas economías, lo cierto es que parte importante de su financiamiento, actualmente, proviene de este mercado donde su intervención va más allá de un gramaje.

Fue en 1989, en su Segundo Congreso Poder Popular y Nuevo Gobierno, que por primera vez esta guerrilla establecía directrices políticas frente al narcotráfico. En esta asamblea guerrillera determinaron lo que se conoció como el “deslinde categórico con el narcotráfico” (Hernández, 2006), el cual contempló cortar cualquier tipo de relación y financiación con las economías provenientes de los mercados de drogas ilegalizadas con el fin de mantener su legitimidad política ante la comunidad nacional e internacional.

El cruce entre la guerrilla elena y las economías de la cocaína si se dio de manera tardía. Mientras en los ochenta los ejércitos paramilitares y las FARC-EP establecieron formas de capturar recursos de esta actividad, el ELN se encontró con el petróleo que le permitió retrasar su necesidad de entrar en esa lógica (entrevista 2 ex comandante del ELN, 2020). Para los años noventa, particularmente a finales de esa década con la expansión del paramilitarismo de las AUC, esas directrices internas del “deslinde categórico con el narcotráfico” se vieron rebasadas por las realidades territoriales donde operaron las estructuras guerrilleras del ELN y la manera de hacer la guerra se fue transformando.

En un primer momento, ya para 1993, según un informe de inteligencia del Ejército Nacional citado en el informe de la Comisión de la Verdad (2022a), determinó, luego de una operación militar contra la Columna José Solano Sepúlveda del ELN, que en efecto las directrices nacionales de esta guerrilla eran romper cualquier vínculo con narcotraficantes, pero que pese a eso en la zona norte del país, donde operaba esta estructura, el ELN cobraba por prestar un servicio de seguridad a cultivos, laboratorios y pistas clandestinas de los narcotraficantes. También es cierto que en regiones como el sur de Bolívar o el Perijá la política del ELN, en principio, fue absolutamente prohibicionista, obligando al campesinado a erradicar sus cultivos de coca y marihuana, lo que le generó tensiones importantes en esas regiones con las comunidades donde también tenía presencia la guerrilla de las FARC-EP, pues la insurgencia fariana ya tenía una política de regulación de esos cultivos y mercado con el campesinado y significó una pérdida de legitimidad del ELN ante las comunidades que capitalizó muy bien la guerrilla fariana, con su trabajo político con las bases cocaleras (entrevista 4 campesino del sur de Bolívar, 2018).

Como era de esperarse, al entender las tensiones que sufrieron las relaciones políticas entre el ELN con las comunidades por impedir los cultivos de coca o marihuana, esta guerrilla reculó y los permitió regulando el funcionamiento del mercado para acortar las brechas de desigualdad entre el productor y el comprador. Aunque en principio se dedicó a cobrar impuesto por kilo de pasta base comprado a los emisarios de los empresarios de la cocaína, la amenaza de la expansión de las AUC también los empujó a entrar en las dinámicas de comprar la pasta base y venderla a los narcotraficantes para evitar que por medio de la figura de compradores y raspachines le hicieran inteligencia militar a la guerrilla (Entrevistas 5, 6 y 7 campesinos del sur de Bolívar, Cauca y Nariño, 2022), decisión que por supuesto les significó aumentar los recaudos para su proyecto político militar de manera más importante que solo impuestando.

La agudización de la política de drogas sobre los territorios y las comunidades rurales productoras de coca, amapola y marihuana favoreció también políticamente a las guerrillas, ya que estas se alzaron con las banderas de la defensa del campesino cocalero que empezó a quedar a merced de las aspersiones aéreas con glifosato, las erradicaciones forzadas manuales y los constantes incumplimientos de proyectos de sustitución en que históricamente los ha embarcado el Estado sin cumplirles las transformaciones territoriales que realmente demandan (entrevistas 6, 8 y 9 campesinos cocaleros de Cauca, Nariño y Guaviare, 2022).

Estas situaciones si ponen en duda las ideas sobre la despolitización de las guerrillas por cuenta de sus maneras de relacionarse con las economías regionales de la cocaína y las comunidades productoras, pues hay manifestación que esos vínculos llevaron a las extintas FARC-EP y al ELN a politizarse y legitimarse más en las regiones donde tenían la capacidad de regular el mercado de manera justa y pacífica a favor del campesinado. No obstante -como se verá más adelante- esta legitimación también se perdió y sus relaciones políticas con las comunidades se trastocaron cuando algunas estructuras guerrilleras priorizaron sus relaciones con el narco y a las comunidades las sometieron a violencias por cuenta de ajustar cuentas por esta economía, o cuando llegaron a disputarse modelos de regulación con otros actores, como el paramilitarismo y otras guerrillas, donde el campesino quedó en medio de estas violencias.

No hay guerras puras. Lo económico hace parte de las disputas políticas

Esa idea dicotómica de guerras por rentas o guerras ideológicas ha venido superándose en el debate académico. Así lo ha mostrado Stathis Kalyvas (2001) y otros autores como Francisco Gutierrez Sanín(2004; 2020) donde exponen que no es cierto que una guerra sea puramente ideológica o puramente económica, y que esta dicotomía queda debatida al evidenciar que no todas las guerras ocurridas antes de la caída del muro de Berlín fueron ejecutadas por puras motivaciones políticas, colectivas e ideológicas; también durante el periodo de la Guerra Fría existieron conflictos donde se presentaron actos criminales, búsqueda de botín económico y coerción a las poblaciones que el grupo armado decía representar.

No cabe duda que las rentas del mercado de la cocaína trastocaron el conflicto y a los actores que en ella intervienen. Las guerrillas materialmente lograron avanzar en sus planes políticos y militares, el paramilitarismo disputó a las guerrillas el control de las economías regionales de la cocaína en zonas de colonización, donde las insurgencias históricamente han construido sus apoyos y legitimidades políticas, acaparando casi toda la cadena productiva desde el cultivo pasando por el procesamiento, comercio internacional y blanqueamiento de dineros. Sectores políticos y económicos incrementaron sus poderes y capitales pretendiendo sostener el statu quo impidiendo cualquier otro modelo de país y desarrollo (Comisión de la Verdad, 2022a). Pero eso no significa que Colombia se haya envuelto -y persista- en un conflicto por el narcotráfico. O que las insurgencias automáticamente con la caída del muro de Berlín borraron por completo sus estructuras, realidades y esquemas políticos por criminales con el fin de pelear rentas.

Narcotizar la explicación del conflicto armado ha sido una tesis cómoda para evitar los debates, abordajes y soluciones de las raíces estructurales de la desigualdad, exclusión, violencia y violaciones de derechos humanos; pasa por alto las responsabilidades oficiales sobre sus relaciones con este mercado ilegalizado, donde el Estado no fue, los militares no fueron sino fueron los grupos armados “malos” y la sociedad que se hizo cómplice y responsable por dejarse cooptar por el narcotráfico; pero donde el Estado y sus instituciones solo fueron víctimas porque eran “buenos” y el narcotráfico los corrompió. Esta narrativa moralista los ha eximido de sus responsabilidades en la masificación y escalada violenta del mercado de las drogas en este país.

A la par, esa narrativa simplista de nuestro conflicto ha sido funcional para legitimar y justificar intervenciones militares internacionales y nacionales en los territorios del país. Esta narrativa ha sido un instrumento para justificar violencias sobre las poblaciones rurales que dependen y sobreviven económicamente de la coca, ha establecido el “todo vale” porque están inmersos en una actividad ilegalizada y si se les elimina -como por arte de magia- acabaría el conflicto, creen los que reproducen estos discursos. Así lo ha dejado claro la historia cuando sobre ellos se han asperjado químicos que los ha enfermado y asesinado. En el gobierno de Iván Duque (2018-2022) uno de sus ministros de defensa, Carlos Holmes Trujillo, luego de una masacre de ocho personas en Nariño, salió a pedir enfáticamente que se retomara inmediatamente la fumigación ya que estas masacres “eran causa del narcotráfico y si se fumigaba se evitaba que esto volviera a ocurrir” (Caracol Radio, 2020). Y ni hablar de cuando se les masacra porque eran “narcococaleros” y por eso merecían ser baleados por las fuerzas armadas del Estado, como ocurrió en la masacre de la vereda Alto Remanso de Puerto Leguizamo en Putumayo, en marzo de 2022, según las declaraciones del entonces ministro de defensa Diego Molano, del gobierno de Iván Duque (El Colombiano, 2022).

Lo cierto es que esta ha sido y sigue siendo una guerra y un conflicto político, social y económico por el poder, por intereses económicos y por un modelo de desarrollo en el que el narcotráfico interactúa. Las guerrillas y el paramilitarismo -como representante ilegal de una serie de actores legales e ilegales como políticos, empresarios, militares y narcotraficantes (Comisión de la Verdad, 2022a)- siguen representando el choque de dos visiones o ideas de sociedad y de país que cada cual pretende imponer combinando armas y política. Eso es lo que se ha enfrentado desde el surgimiento, desarrollo y persistencia del conflicto en Colombia y donde el narcotráfico ha orbitado, entrelazado y alimentado a uno y otro pero no propiamente se ha puesto en el centro como razón, explicación y causa de una larga guerra.                 

Suponer entonces que los actores de las viejas guerras fueron más ideológicos que los actores de las nuevas guerras, implica tener una visión reducida sobre los procesos históricos de múltiples confrontaciones armadas, entre esas la vivida en Colombia. Lo que pone esto en consideración también es que la economía no puede ser entendida por fuera del análisis del poder, por lo tanto, la disputa por el poder implica o decanta en discusiones sobre los recursos y viceversa (Vásquez et al., 2011). Hay, entonces, que tener clara la diferencia entre hacer la guerra para lucrarse y lucrarse para hacer la guerra.

La “Guerra contra las drogas” ha sido es una guerra contra las personas

Posicionar el discurso y la idea de un conflicto por el narcotráfico ha sido el piso o la justificación idónea para importar a Colombia la mal llamada “guerra contra las drogas”, creada en Estados Unidos en 1971 por el entonces presidente Richard Nixon, quien se propuso acabar el consumo de sustancias psicoactivas en su país y la producción de estas en países como Colombia, por medio de la violencia y represión. Aunque Nixon declaró a las drogas como enemigo público número uno de los Estados Unidos, lo que realmente quería atacar era a la izquierda y al movimiento negro que cuando llegó al poder eran su mayor amenaza. Así lo relató su asesor de entonces, John Ehrlichman, quien en una entrevista aceptó que la “guerra contra las drogas” fue un discurso útil para asociar a sectores poblacionales como los negros a la heroína y a los opositores de la guerra y hippies con la marihuana, con esta estrategia tenía carta blanca para allanar sus casas, capturarlos, interrumpir sus reuniones políticas y truncar sus procesos organizativos y luchas (Baum, 2016), lo cual no hubiera sido fácil de hacer por el solo hecho de ser negros o de izquierda. Pese a que la guerra se declaró allá se vino a luchar acá. Como lo manifestó el periodista y escritor Germán Castro Caycedo (2014) ha sido nuestra guerra ajena.

En la práctica lo que se ha hecho con el discurso de la “guerra contra las drogas” ha sido utilizarlo como dispositivo de represión, persecución, estigmatización y anulación política de quienes representan alguna amenaza al establecimiento. Y así fue también implementada en Colombia. En el país la primera materialización y militarización de la “guerra contra las drogas” se dio bajo el gobierno de Julio César Turbay Ayala (1978-1982). En septiembre de 1978 Turbay firmó un convenio de lucha contra los narcóticos con el gobierno de Jimmy Carter de Estados Unidos que comprendió ayuda tecnológica y económica de este gobierno a las fuerzas militares colombianas para perseguir la marihuana que se producía en la Guajira y la Sierra Nevada de Santa Marta. Esta guerra contra la marihuana se concentró en estas dos regiones y en Colombia se conoció como operación Fulminante y consistió en militarizar estas zonas del país con soldados, policías, agentes secretos y personal de la DEA (Sáenz, 2021: 199). Bajo esta operación militar Colombia vivió sus primeras fumigaciones con agroquímicos como estrategia de erradicación de cultivos declarados ilícitos. La Sierra Nevada fue fumigada con Paraquat tratando de eliminar 19 mil hectáreas de marihuana allí sembradas (Indepaz, sf) y este objetivo no se logró ya que estos cultivos terminaron desplazándose a lugares de la Orinoquia como el departamento del Meta y Guaviare (Comisión de la Verdad, 2022). Sáenz Rovner (2021: 200) también señaló que esta represión no produjo ninguna reducción en la producción, y que por el contrario “las autoridades del sur de Luisiana subrayaron en noviembre de 1978 la excelente cosecha de marihuana de alta calidad obtenida ese año en Colombia”. La operación Fulminante no solo fue la primera expresión de la “guerra contra las drogas”, su militarización y las primeras fumigaciones aéreas sino su cruce con la guerra contrainsurgente, ya que el gobierno de Turbay presentó como un mismo programa la lucha contra el narcotráfico y la subversión, combinándola con el Estatuto de Seguridad (Sáenz, 2021: 198).

Con las fumigaciones en la Sierra a finales de los setenta los cultivos de marihuana se trasladaron a lugares como Meta y Guaviare donde no duraron más de un par de años (Rincón, 2018) y Corinto, Cauca, donde persisten aún (entrevista 10 líder indígena del CRIC, 2022). Con la disminución de cultivos de marihuana aparecieron con fuerza, a principios de los años ochenta, los cultivos de coca en varias regiones del país, principalmente en las zonas donde el Estado, en los años setenta, impulsó las políticas de colonización dirigida de muchas familias desplazadas por la violencia bipartidista estableciéndolas en zonas de la amazonia, a las cuales dejó sin apoyos ni opciones de desarrollo serios para garantizarles su subsistencia y vida digna (Ciro, 2020), cosas que lograron subsanar, en parte, por las economías desarrolladas por los cultivos de coca.

La expansión de los cultivos de coca, amapola y marihuana es causa de las problemáticas históricas del campo colombiano. Según la Comisión de la Verdad (2022a) la crisis en el desarrollo rural, la soberanía alimentaria y los saboteos a una política de reforma agraria favorecieron que estos cultivos se expandieran, facilitando al campesinado y comunidades étnicas tener acceso a recursos económicos y oportunidades tangibles de acceder a recursos educativos, médicos, entre otros. En efecto, el país no ha orientado sus políticas agrarias a crear mejores condiciones para el campesinado, pueblos indígenas y afrodescendientes, lo que les ha impedido desarrollar y vivir de otros productos que no sea la coca y pasta base de coca (Walsh; Salinas, 2009). Según un campesino del sur de Bolívar:

“Es imposible pensar en vivir del cultivo de plátano o yuca acá. No hay manera de comercializar esos productos porque no hay vías por donde sacarlos. Cuesta mucho el flete desde mi finca hasta Cantagallo para sacar mi producción de plátano. En estas trochas el plátano llega muy golpeado al mercado después de muchas horas de camino, entonces cuando llego a venderlo me dicen que el bulto me lo compran a 50 mil pesos, imagínese. 50 mil pesos y el solo transporte de mi finca a la cabecera municipal me vale 150 mil pesos. Eso no es negocio. Es que mientras no hayan buenas rutas de comunicación con los mercados locales vivir de productos como estos es imposible. No me queda nada, absolutamente nada. En cambio la coca me la compran en mi finca, no tengo ni que moverme. Tengo un precio asegurado, sé que cada dos meses y medio me van a dar tanto por mi coca. Con lo que me dan es que puedo enviar al colegio a mis hijos, comprarles los útiles escolares, comprar medicamentos cuando alguno nos enfermamos, pagar transporte si toca movernos a un puesto de salud y alcanza hasta para hacer recolectas comunitarias y arreglar los caminos o las casas de los vecinos”. (Entrevista 4 campesino del sur de Bolívar, 2018).

En entrevistas con cultivadores y cultivadoras de hoja de coca de varias regiones del país, coincidieron en señalar los primeros años de la década de los noventa como el punto en que los cultivos se masificaron. Un punto de encuentro para esta explicación se da por las políticas de apertura económica del gobierno de Cesar Gaviria (1990-1994) que “terminó por quebrar la pequeña economía campesina. Ya era imposible competir con productos importados y con productos producidos por grandes productores agrícolas. Tocó echar mano de la coca para asegurar la subsistencia familiar, así se empezó a regar la coca” (entrevistas 3; 5; 6; 9, 2022). Pero no solo se expandió la coca en lugares como el Catatumbo, sur de Bolívar, Cauca, Putumayo, Guaviare o Meta sino la militarización de las regiones, la erradicación, la fumigación aérea; es decir, el Estado representado en la política prohibicionista de drogas con objetivos contrainsurgentes.

Para los años noventa en Colombia perseguir a personas o sectores poblacionales por su ideología política, raza o condición económica se hizo injustificable cuando en 1991 el país le abrió paso a una nueva constitución política incluyente, que reconoció derechos de comunidades étnicas y abrigó la pluralidad política, estableciendo los pilares de un Estado social de derecho. Y es justo en este tiempo que se vuelve funcional -como se dijo al inicio de este capitulo- empezar a reducir toda explicación del conflicto interno, violencias y degradación de la guerra por el narcotráfico. En este escenario el paradigma prohibicionista de la política de drogas se afianzó creando nuevos enemigos: la “narcoguerrilla”, el “narcocultivador” y el “narcocultivo”, creaciones que han permitido al Estado acceder a recursos económicos y de asistencia militar para fortalecer sus aparatos armados y robustecer la lucha contrainsurgente, militarizar las regiones y aceptar la intervención de agentes extranjeros en el conflicto interno.

A mediados de la década del noventa la narcotización del conflicto había cogido fuerza y por ende la represión y violencia a nombre de la “guerra contra las drogas”. En febrero de 1995 el gobierno de Ernesto Samper (1994-1998) lanzó la operación Resplandor que pretendió acabar, en dos años, los cultivos de coca en el país (Ávila, 2019). Esta operación llegó con la masificación de la fumigación aérea con glifosato en las regiones cocaleras, principalmente las del sur del país donde se ubicaban los Bloques Oriental y Sur de las Farc-ep. Estas operaciones de fumigaciones, erradicación forzada y militarización de los departamentos de Meta, Guaviare, Caquetá y Putumayo generaron las primeras organizaciones de protestas campesinas cocaleras -que serían el preámbulo de las marchas campesinas de 1996-, que empezaban a reclamarle al Estado una presencia social y con oportunidades de desarrollo e inclusión en vez de militarización, fumigación, estigmatización y violencia. La estigmatización sobre las poblaciones rurales cultivadoras de coca terminó de concretarse con el decreto 0871 expedido por Samper en mayo de 1996, por el cual determinó como zona especial de orden público la jurisdicción de todos los municipios de los departamentos de Guaviare, Vaupés, Meta, Vichada y Caquetá (Ramírez, 2001). Esto dio a entender a los militares y al país que en esas regiones habitaba la guerrilla y su base social entregada a unas economías ilegales, sobre las cuales valía cualquier expresión de violencia, exclusión y represión.

Entre junio y julio de 1996 el campesinado cultivador de hoja de coca del sur, pero también del norte del país[6], se organizó y movilizó a gran escala para pedir al gobierno de Samper la suspensión de la fumigación aérea con glifosato, la posibilidad de construir planes de sustitución gradual de sus cultivos de coca, posibilidades de acceso a tierras, apoyos económicos y técnicos para desarrollar la economía campesina, inversión social y desarrollo de las regiones y la derogación del decreto 0871. La importancia de esta movilización dio, como muestra la Comisión de la Verdad (2022b) en el caso presentado al país de las marchas cocaleras, para que las comunidades cultivadoras de hoja de coca se convirtieran en objeto de disputa del conflicto armado. La CEV mostró como por un lado estuvo la guerrilla, particularmente las FARC-EP, disputando y sobredimensionando su influencia en la organización y desarrollo de estas movilizaciones en las regiones donde tuvieron lugar; esto en parte por pretender ganar de manera contundente a las y los cultivadores de coca como base social de su organización armada y proyecto de revolución, y hacer creer al país que tenían un control poblacional de tales magnitudes como las que se movieron en las marchas de 1996. Por el otro lado estuvo el Estado con un rol estigmatizante sobre estas poblaciones, donde construyeron la idea de que respondían sin mayor resistencia y con beneplácito a los intereses de las guerrillas; estas poblaciones fueron presentadas ante el país como criminales y auxiliadoras de los grupos guerrilleros, sobre las cuales valía todo tipo de acción violenta, desde la fumigación hasta su aniquilamiento físico.

Esta estigmatización sobre los productores de coca -que persiste- funcionó también para anularlos políticamente. En estas marchas era la primera vez que el país le ponía cara y escuchaba las razones por las que cultivos como la coca, amapola y marihuana crecían y se afianzaban en los territorios. Casi que conocían las precariedades de la vida rural. También que estos productores surgían como actores políticos y se atrevían a mostrarse ante el Estado para reclamar sus derechos a la tierra y vida digna. Así que la construcción de su imagen como “narcocampesinos”, “narcococaleros” y “narcoguerrilleros” permitió deslegitimar sus reclamos ante el país y, amparado el Estado por el régimen prohibicionista de la política de drogas, justificar sobre estas poblaciones cualquier expresión de violencia a nombre de “acabar con la producción de drogas” y, de paso, con la subversión. Esa construcción de nuevo enemigo con el prefijo de “narco” tuvo como objetivo despolitizar al movimiento insurgente en el país. Anularlos como organizaciones político militares y solo venderlos ante lo nacional e internacional como ejércitos depredadores de rentas ilegales, a los cuales no debía ofrecérseles opciones de negociación política sino acabarlos solo por la vía militar.

En medio de esa construcción narrativa sobre las comunidades y territorios productores de hoja de coca, amapola y marihuana, y sobre las organizaciones guerrilleras, se justificó a finales de los años noventa y principios del dos mil el Plan Colombia, un acuerdo militar entre Colombia y los Estados Unidos. En principio el Plan Colombia fue presentado ante el país, en medio de las conversaciones de paz con las FARC-EP en San Vicente del Caguán, Caquetá, como una política de inversión y desarrollo para las zonas más golpeadas por la violencia, en donde el entonces presidente Andrés Pastrana (1998-2002) invitó a las insurgencias para que se “hicieran presentes en la preparación, conformación y ejecución de los programas y proyectos del Plan Colombia” (El Tiempo, 1998). Este Plan se estructuró para un periodo de seis años por un valor de 7.500 millones de dólares, de los cuales 3.500 millones los aportaría Estados Unidos y el resto lo pondría Colombia con recursos nacionales e internacionales (Walsh; Salinas, 2009: 37). Con la intención en que se presentó al país este programa de cooperación fue la de fortalecer las capacidades estatales para la lucha contra las drogas.

Sin embargo, después del 11 de septiembre de 2001, se convirtió en un plan de lucha contra el “narcoterrorismo”, guerra que terminó siendo dirigida también por los Estados Unidos luego del atentado en la ciudad de Nueva York. En Colombia esto develó las verdaderas intenciones del Plan Colombia, que tuvo desde el inicio un objetivo contrainsurgente disfrazado por el objetivo de combatir la producción de drogas ilegalizadas. Así las cosas el balance del Plan Colombia en materia de drogas fue un rotundo fracaso. El enfoque de su estrategia, viendo la distribución de sus recursos, se concentró en combatir al eslabón de la producción, que significó hacerle la persecución y violencia a los cultivadores de coca por medio de lo que Camilo González Posso (2009, 2016, 2017) ha llamado guerra química, pues el método representativo del Plan Colombia para combatir a las comunidades y territorios cultivadores de coca fueron las fumigaciones con glifosato que generaron desplazamientos masivos de las comunidades[7], logrando el Estado vaciar territorios con el fin de quitarle “base social a la guerrilla” y aislarla de una de sus fuentes de financiación como el narcotráfico (González, 2016). Las fumigaciones, que en su mayoría se aplicaron en Caquetá y Putumayo, no representaron efectividad en reducir la producción de cultivos, lo que ocasionaron fueron desplazamientos de estos a nuevas zonas como el departamento de Nariño y la costa pacífica.

La guerra al campesino no se limitó a la fumigación y acciones de erradicación forzada, también vino acompañada de hostigamientos y criminalización de las organizaciones campesinas. En Caquetá, como muestra Estefanía Ciro (2020), entre 1998 y 2010 los campesinos y campesinas dirigentes de las juntas de acción comunal tuvieron que esconderse para hacer sus reuniones y encerrarse en sus fincas por años mientras pasaba la hostilidad del ejército y la amenaza latente de asesinatos por parte de los grupos paramilitares, contra quienes entendían como guerrilleros de civil o base social guerrillera.

Un giro importante se dio en el país con la firma del acuerdo de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la extinta guerrilla de las FARC-EP en noviembre del 2016 sobre la manera de entender y comprender las causas de la persistencia de cultivos como la coca, amapola y marihuana en los territorios y las comunidades campesinas y étnicas que durante décadas han subsistido materialmente gracias a estos cultivos. En el punto 4 de este acuerdo el Estado colombiano reconoció que la persistencia de estos cultivos ha sido una cuestión de pobreza extrema y falta de inclusión de estos territorios y poblaciones al proyecto de país que se ha venido desarrollando por décadas. También reconoció que los enfoques que se han venido aplicando para combatir al narcotráfico no han sido realmente efectivos, que se ha concentrado toda la operación represiva sobre el eslabón de la producción al cual las rentabilidades del negocio realmente no llegan y, por el contrario, no se ha combatido con vehemencia los eslabones duros de la economía de la cocaína como el tráfico y lavado de activos (Acuerdo de Paz, 2016).

Aunque la firma de la paz con las FARC-EP generó vientos de optimismo y esperanza para las comunidades rurales, sobre todo para aquellas dependientes de las economías de la coca y la cocaína, amapola y marihuana por lo establecido en el punto 4 y punto 1 del acuerdo de paz -que las invitaba a participar de la construcción de los planes de vida y desarrollo de sus territorios y economías- se apagaron pronto. Pese a que este acuerdo de paz vino acompañado de una participación del entonces presidente Juan Manuel Santos (2010-2018) en la Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas (UNGASS, por sus siglas en inglés) en 2016, donde demandó un cambio en el paradigma de la guerra contra las drogas porque el prohibicionismo había fracasado (ONU, 2016), mientras que en Colombia los incumplimientos a las familias campesinas que habían firmado acuerdos de sustitución en el marco del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) desde 2017 se hacían ley; agravados estos incumplimientos con el andamiaje prohibicionista de las décadas pasadas donde se sostuvo la erradicación forzada y violencias sobre las familias productoras de cultivos de coca (Arenas; Majbub; Bermúdez, 2018; González, 2018).

En los últimos años la narrativa ha tratado de cambiar pero su fondo no. Ya el enemigo no es en gran medida el campesino cocalero sino el “campesino deforestador”. El consenso que se ha venido construyendo en lo nacional e internacional sobre el fracaso de la guerra contra las drogas ha venido dejando sin justificación la asignación de recursos militares e intervención extranjera en Colombia por ser una causa perdida, pero se ha trasladado a la lucha por “defender” el medio ambiente, donde el enemigo sigue siendo el campesino y las operaciones militares siguen enfocándose en perseguir y violentar a estas comunidades como ha ocurrido con la operación Artemisa (Ciro, 2019). Es decir, ha sido claro que la mal llamada “guerra contra las drogas” que ahora quiere reencarnar en la lucha contra la deforestación -pero que persiste-, ha sido una guerra de clases sobre las comunidades rurales pobres y excluidas no por cocaleras sino por campesinas y étnicas, que han resistido a dinámicas de explotación de los recursos naturales y acaparamiento de tierras por parte de multinacionales y élites nacionales en sus territorios. Poblaciones que se han convertido, por sus luchas y reivindicaciones, en una piedra en el zapato para el establecimiento.

Violencias y víctimas que ha dejado la “guerra contra las drogas”

La mal llamada “guerra contra las drogas”, y su brazo prohibicionista, han significado una herencia de violencias asimétricas desde su radicación en el país en la década de los setenta. Como se ha manifestado a lo largo del texto, las violencias y persecuciones establecidas en las políticas antidrogas han tenido como foco principal a los productores de plantas como la coca, marihuana y amapola. Los actores de los otros eslabones como el tráfico de precursores químicos, tráfico internacional y lavado de activos, que en la práctica manejan el negocio, han sido los eslabones donde poca violencia, persecución y represión ha existido y donde las rentabilidades del mercado internacional de la cocaína se han concentrado.

Las violencias producidas por el paradigma prohibicionista se han ejercido sobre poblaciones de características de vulnerabilidad socioeconómica. No solo los campesinos y comunidades étnicas productoras de hoja de coca, amapola y marihuana han sido víctimas de estas violencias; también los consumidores de sustancias psicoactivas (SPA), jueces que han tenido que llevar procesos contra determinados empresarios de la cocaína y soldados y policías erradicadores que han puesto a enfrentarse contra comunidades, exponerse a minas antipersona y situaciones de salud lamentables por cuenta de manipular venenos como el glifosato.

En entrevistas con campesinos y campesinas cultivadoras de hoja de coca y marihuana (Entrevista 11colectiva cultivadores y cultivadoras de coca y marihuana de Cauca, Nariño, Guaviare y sur de Bolívar, 2017) relataron que los principales hechos victimizantes por cuenta de las políticas antidrogas han sido la estigmatización como guerrilleros y narcotraficantes, lo que les ha costado un no reconocimiento y legitimidad política por parte del Estado para que sus demandas y peticiones sean tenidas en cuenta realmente para solucionar de manera definitiva la existencia de cultivos declarados ilícitos y sus condiciones de pobreza rural; a la par que esta estigmatización ha sido funcional para que sus protestas y movilizaciones sean respondidas con violencia. Destacaron el constante riesgo al que se enfrentan cada vez que hay alguna operación de erradicación forzada, ya que los militares y policías llegan armados a querer arrancarles “la mata que les permite comer”, y esto por supuesto genera una reacción por parte de los productores que es tratar de impedir esta erradicación pero se encuentran con una asimetría de fuerzas. Mientras los campesinos tratan de defenderse con palos y piedras la fuerza pública agrede con armas de fuego. Esto ha quedado en evidencia en los choques que ha tenido la fuerza pública con las comunidades y donde las primeras han asesinado campesinos como ocurrió en la vereda del Tandil del municipio de Tumaco, donde la Policía Antinarcóticos disparó y mató siete campesinos (El Espectador, 2020) y el Catatumbo, donde fue asesinado Alejandro Carvajal quien recibió un disparó por cuenta del ejército (Contagioradio, 2020).

Otro tipo de violencias que manifestaron fueron las derivadas de las acciones militares sobre sus territorios y su salud por cuenta de las aspersiones aéreas con glifosato. Según el Ministerio de Defensa (2017) en el país desde 1994 hasta el 2015[8] se han fumigado 1.800.000 hectáreas. Con esta estrategia de erradicación los cultivos no disminuyeron pero si se agravó la violación de derechos humanos por cuenta del Estado sobre las comunidades. La fumigación significó para muchas familias campesinas y étnicas el desplazamiento de sus territorios, romper sus lazos de arraigo y cultura con su entorno. “El veneno donde caía mataba todo: animales, pastos, pancoger y eso impidió que pudiéramos quedarnos en nuestras fincas. No había con que sostenernos, con que alimentar a nuestras familias” (entrevista 6 campesino cocalero del Cauca, 2022). Lo mismo manifestó una campesina del sur de Bolívar, víctima de las fumigaciones aéreas que se desarrollaron en la región desde el 2003 hasta el 2009. Esta campesina hace parte de la asociación campesina Asocazul[9] que representa a cerca de 400 familias que decidieron transitar del cultivo de coca a cultivos de cacao por medio de un crédito asosiativo y que lo perdieron todo en esas fumigaciones, pues cayeron sobre los cultivos de cacao que apenas estaban empezando a dar cosecha algunos y otros estaban recién sembrados. En la entrevista relató que “el glifosato lo echaron fue sobre nuestros cultivos de cacao, no de los de coca. Fue apropósito porque usted desde el aire puede identificar que es un cultivo de coca y cual no. Me fumigaron mi cacao que no había dado ni la primera cosecha, mis otros cultivos de comida también. Todo lo mataron con ese glifosato. Mi casa también la fumigaron y no he podido volver a mi finca porque la tierra no ha vuelto a dar comida desde entonces” (entrevista 12 campesina del sur de Bolívar, 2022).

Estos relatos también dan cuenta que la fumigación generó amplios desplazamientos en varias regiones del país y atentaron contra la seguridad alimentaria de estas comunidades. Los suelos donde cae este agrotóxico demora meses o años, en el mejor de los casos, en volver a ser fértil y permitir la producción de alimentos. Pero eso si, a los pocos meses esa tierra fumigada permite que la coca vuelva a sembrarse. Otra consecuencia de las fumigaciones ha sido la afectación a la salud de las poblaciones fumigadas (García, 2001). Uno de los casos más conocidos ya por el país ha sido el de Yaneth Valderrama, una campesina que mientras lavaba ropa en el río fue fumigada con glifosato y se encontraba en estado de embarazo. Esto ocurrió en la vereda la Cristalina en el departamento de Caquetá en 1998. Las consecuencias fueron la perdida de su bebé unos días después de la fumigación y su muerte un año más tarde (Ciro, 2020: 135). Su caso fue admitido en los estrados judiciales de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 2018.

Otras víctimas de la fumigación contaron que muchas veces cuando veían las avionetas no alcanzaban a resguardarse del glifosato, pues se encontraban en sus cultivos trabajando y a largas distancias de sus casas por lo que quedaban bañados con la sustancia. Estas personas contaron que su piel empezaba a enrojecerse, a brotarse y que con los meses hasta en la vereda empezaron a aparecer enfermedades que nunca antes habían ocurrido allí y menos de manera tan sistemática como luego de las operaciones de aspersión aérea con glifosato. Campesinos de una vereda del sur de Bolívar contaron que luego de esto muchos hombres empezaron a padecer de cáncer de próstata (entrevista 4 campesino sur de Bolívar, 2018). Esta correlación de salud-fumigación ha sido compleja de establecer y que sea fundamental como argumento para definitivamente renunciar a volver a utilizar esta estrategia como método de erradicación de cultivos de coca, aunque centros de investigación y universidades, como el Centro de Derechos Reproductivos, han venido dando pasos gigantes en la presentación de evidencia de los efectos negativos que tiene la fumigación en la salud de las mujeres gestantes.

Las comunidades cultivadoras de coca, amapola y marihuana no solo han tenido que resistir a las violencias del Estado sino a la de los grupos armados. El carácter prohibicionista de la guerra contra las drogas ha impedido que las regulaciones de la economía de las drogas ilegalizadas las ejerza de manera pacífica el Estado y ha dejado en manos de la violencia de los grupos guerrilleros, paramilitares y ejércitos privados de los narcotraficantes la regulación de las economías de la cocaína. La Comisión de la Verdad (2022a) encontró que uno de los factores de persistencia de la guerra son las disputas que se ejercen entre los diversos grupos ilegales -aunque también legales- por establecer reglas de funcionamiento de estos mercados en las zonas donde tienen presencia, control e incidencia política y social. Los cultivadores de coca, amapola y marihuana han quedado en medio de estas disputas de modelos de regulación y sobre ellos los grupos que disputan eso han empleado diversos tipos de violencia que van desde cobro de impuestos de la producción de pasta base de coca, amenaza a la vida si no venden su producción a quienes lo grupos armados autoricen, desplazamientos forzados si un cultivador se resiste a cultivar o decide vender al grupo contrario, asesinatos o masacres cuando un grupo armado entra disputando la regulación de esa economía a otro grupo establecido en la zona y entiende a los cultivadores como base social del contrario.

Campesinos e indígenas de distintas regiones del país donde hay presencia de cultivos de coca y marihuana manifestaron que esta situación ha sido una constante desde los años ochenta, pero que se agravó en la década de los noventa con la entrada del paramilitarismo a zonas de presencia histórica de las guerrillas como Guaviare, Catatumbo, Cauca, Caquetá, Putumayo o sur de Bolívar. Estas disputas por la regulación no han dejado de existir pese a diversos acuerdos de paz y salida del escenario de la guerra de diversos actores armados como guerrillas y paramilitares. Desde la firma del acuerdo de paz en 2016, con la salida de las FARC-EP de varios territorios donde mantenían regulaciones al respecto las violencias se han reconfigurado por la persistencia de grupos que se resistieron a entrar al acuerdo de paz, se rearmaron por los constantes incumplimientos y los que no han firmado con el Estado ninguna salida política al conflicto como el ELN. El campesinado y pueblos étnicos han seguido bajo las violencias generadas por esta dinámica, y como compartieron en las entrevistas realizadas, “hoy seguimos viendo violencia sobre nuestros territorios y comunidades porque entre los diferentes grupos que quieren tomar control de la gente y nuestras economías nos impiden vender a este o al otro, pero pasa que muchas veces este otro grupo llega y nos obliga a venderle la producción pero a los quince días llega el otro grupo y pide que le demos lo producido y ya la hemos vendido y comienzan los problemas y las violencias” (entrevista 11 colectiva cultivadores de coca, 2022).

También otros sectores poblacionales han sido víctimas de una irracional guerra y un prohibicionismo que, desde sus inicios, estaba destinado a no dar resultados esperados. Los consumidores de SPA también han sido un objetivo de violencias por parte del Estado y grupos armados en Colombia, pero particularmente los consumidores de condiciones socioeconómicas más complicadas. Un caso de la Comisión de la Verdad llamado “de la guerra contra las drogas a la guerra en las drogas” (2022c) mostró al país como personas consumidoras fueron un blanco para las políticas de ejecuciones extrajudiciales o “falsos positivos”, por el solo hecho de ser jóvenes de barrios populares que consideraron inútiles para la sociedad por “viciosos” y que era fácil desaparecer porque nadie iba a reclamarlos o necesitarlos. Fueron crímenes por discriminación -sentenció la Comisión de la Verdad-. El paramilitarismo y la guerrilla también amenazaron, desplazaron y asesinaron consumidores de drogas en sus zonas de control con el fin de ganar legitimidad entre las comunidades. Por otro lado, los soldados y policías erradicadores han sido víctimas de esta guerra. Varios de ellos, que no son propiamente generales, ni coroneles, han sido asesinados o heridos por minas antipersona y sus instituciones no han querido reconocer, acompañar o indemnizar. Como el caso del ex sargento de la Policía Gilberto Ávila Llano, quien pidió que se le aplicara la eutanasia ya que no soportaba más el dolor y la alteración a su vida que le causó un parkinson juvenil que dijo fue consecuencia de estar en contacto 25 años con el glifosato que utilizaba en operaciones de erradicación forzada (El Tiempo, 2022).

La guerra contra las drogas y su prohibicionismo sigue dejando múltiples víctimas que merecen ser reconocidas como víctimas del conflicto armado, memorar y -sobre todo- reparar. La construcción de paz en Colombia necesita que uno de sus pilares sea una política de drogas para la paz, descriminalizada, y que contemple la realidad de convivir en un mundo con drogas. No es real pensar que el mercado de la cocaína se vaya a acabar y que ahí podremos pensarnos un país en paz y cierres de ciclos de violencia. Hay que avanzar en construir una Colombia en paz con coca, cocaína y marihuana. El Estado debe asumir la regulación de estos mercados con el fin de restarles la violencia que genera, e integrar en esas regulaciones o pensar realmente en esos mercados pacíficos y regulados oficialmente una participación protagónica de las comunidades que por años han padecido el prohibicionismo de una guerra que no ha sido contra las drogas sino contra ellas, contra las personas, sobre todo las personas pobres, rurales, campesinas y étnicas. La reparación de estas víctimas pasa también porque el Estado asuma sus responsabilidades -y cuente verdades- sobre las violencias y violaciones de derechos humanos que ha perpetrado en nombre de “luchar contra las drogas”; las instituciones de la transicionalidad, creadas por el acuerdo de paz de 2016, serían un buen escenario para esto.

Conclusión

La narcotización ha sido funcional para seguir justificando recursos económicos y militares para desarrollar políticas contrainsurgentes en el país en contra de poblaciones rurales y urbanas excluidas, pobres y sus territorios. Si bien en efecto el traslape de las economías de la cocaína con el conflicto armado llevó a una transformación en la manera de hacer la guerra, e impulsó una carrea armamentista interna con las fuerzas armadas y grupos al margen de la ley consiguiendo armamento moderno para hacerse la guerra; la degradación del conflicto ya venía en curso cuando se empezó, por cuenta de los grupos guerrilleros y paramilitares a secuestrar, asesinar, desaparecer, ejercer violencias sexuales. Y por cuenta del Estado a perseguir a quien pensara diferente, torturar, asesinar, criminalizar cualquier expresión política y social no propia del poder; y definitivamente, a utilizar la “guerra contra las drogas” como doctrina para perseguir poblaciones vulnerables, desatar sobre ellas guerras químicas y atentar contra los ecosistemas. Es decir, la degradación de nuestro conflicto va mucho más allá y empezó mucho antes de su entronque con los mercados de la cocaína, marihuana y amapola.

Otra consecuencia de la narcotización del conflicto y los actores allí inmersos ha sido la dificultad de ofrecer salidas negociadas y políticas a la guerra. Muchos sectores políticos y sociales han interiorizado la narrativa que esto se trata solo de unas disputas por rentas y que no hay objetivos políticos en la confrontación, por lo que no se les hace legitimo ofrecer políticas de paz que contemple el diálogo y reconocimiento de la naturaleza política, principalmente, de grupos guerrilleros ya que se han convertido es en “narcoguerrillas” o “narcoterroristas”. Esto cierra caminos de paz y solo permite que las soluciones sean militares lo que condena a más violencia, muerte y degradación humana a las regiones donde esta guerra se pelea y a las comunidades que reciben violencias por cuenta del Estado y los ilegales.

Reducir todo a peleas por economías legales e ilegales. Reducirlo todo a que es narcotráfico ha permitido utilizar la “guerra contra las drogas” como un complejo dispositivo de persecución y represión política, social, cultural y económica. Sus víctimas y objetivos militares han sido los sectores poblacionales más pobres y marginados de un modelo de desarrollo económico y país que nunca los tuvo en cuenta pero les estorba para el sostenimiento y agrandamiento de sus intereses económicos y políticos. Este simplismo de la narcotización de la guerra ha permitido ocultar que las causas estructurales del origen de la guerra siguen más vigentes que nunca, y que el Estado no asuma responsabilidades por las violaciones al DIH y DDHH que ha perpetrado en nombre de la “guerra contra las drogas”.

Colombia debe avanzar en políticas de reparación administrativas y simbólicas de las víctimas de la “guerra contra las drogas”. Los escenarios de justicia transicional creados en por el acuerdo de paz con las FARC-EP en 2016 pueden ser mecanismos importantes para este fin. Su reconocimiento debe ir como víctimas del conflicto armado ya que la política antidrogas no ha sido más que una careta de estrategias contrainsurgentes que han entendido al campesinado y pueblos étnicos productores de hoja de coca, amapola y marihuana como bases sociales guerrilleras y narcotraficantes que deben ser combatidas con toda la capacidad represiva del Estado, ya que por estar en actividades económicas ilegalizadas “todo vale” contra ellas.

Referencias

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Entrevistas

Entrevista 1. Ex combatiente FARC-EP Bloque Magdalena Medio. 2022

Entrevista 2. Ex comandante ELN, miembro de la Dirección Nacional. 2020

Entrevista 3. Líder social y campesino cocalero del Catatumbo. 2022

Entrevista 4. Campesino cocalero del sur de Bolívar. 2018

Entrevista 5. Líder social del sur de Bolívar. 2022

Enrevista 6. Campesino cocalero del Cauca. 2022

Entrevista 7. Campesino cocalero de Nariño. 2022

Entrevista 8. Líder social y campesino cocalero de Nariño. 2022

Entrevista 9. Líder social y campesino cocalero de Guaviare. 2022

Entrevista 10. Autoridad indígena del CRIC y ACIN. 2022

Entrevista 11. Entrevista colectiva con campesinos y campesinas cocaleras de varias regiones del país. 2017

Entrevista 12. Campesina víctima de fumigación en sur de Bolívar. 2022


[1] Historiador de la Pontificia Universidad Javeriana y magister en Construcción de Paz de la Universidad de los Andes. Trabajó en el equipo de investigación de narcotráfico y conflicto armado de la Comisión de la Verdad y actualmente es investigador en la línea de política de drogas, conflicto armado y construcción de paz del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz -INDEPAZ-.

[2] Particularmente ha sido sobre las guerrillas esa discusión ya que su imagen de ejércitos “puros” política e ideológicamente hablando se vio afectada cuando empezaron a financiar sus actividades político-militares con los recursos de las economías regionales de la cocaína. Con los paramilitares sus vínculos con estos dineros ha sido más normalizado y su carácter político siempre ha estado en duda por su relación orgánica con el narcotráfico y empresarios de la cocaína y marihuana.

[3] La UIAF es una entidad adscrita al Ministerio de Hacienda que tiene como objetivo hacer seguimiento y reportar cualquier operación sospechosa de dineros provenientes de actividades ilegales como el narcotráfico, minería ilegal, contrabando entre otras actividades.

[4] Este término ya lo había acuñado a mediados de la década de los ochenta el embajador de los Estados Unidos en Colombia Lewis Tambs, cuando se descubrió el complejo de producción industrial de cocaína llamado Tranquilandia, en el cual supuestamente participaba la guerrilla.

[5] Al gramaje se le conoce como el impuesto que cobran las guerrillas, o cobraban, a compradores de pasta base, dueños de laboratorios de producción de clorhidrato de cocaína y empresarios de la cocaína por gramo o kilo que compraban, producían o exportaban a otros países en las zonas en que las guerrillas, fueran Farc, ELN o EPL tuvieran presencia armada.

[6] También hubo marchas campesinas cocaleras en el Catatumbo y sur de Bolívar.

[7] Durante la puesta en marcha del Plan Colombia se dieron diversas expresiones organizadas y colectivas de comunidades y mandatarios regionales para detener las acciones de aspersiones con glifosato. Un ejemplo fue la reunión que sostuvieron gobernadores del sur y suroccidente del país con el entonces presidente Andrés Pastrana para exigirle la suspensión de la fumigación y avanzar en la implementación de proyectos sociales.

[8] El dato va hasta el 2015 porque es el año en que la Corte Constitucional, apelando al principio de precaución, determina suspender la práctica de la fumigación aérea con glifosato en el país ya que la Organización Mundial de la Salud (OMS) clasificó este agrotóxico como posiblemente cancerígeno. En 2017, por medio de la Sentencia T-236 la Corte reglamentó la aspersión aérea con seis condiciones que el Estado debe cumplir si pretende reactivar esta estrategia de erradicación de cultivos de coca, marihuana y amapola.

[9] Esta organización campesina demandó al Estado colombiano por los daños propiciados en el marco de esas fumigaciones a las familias cultivadoras de cacao. También están esperando ser reconocidas como víctimas del conflicto armado en la JEP. Estos procesos han sido apoyados por el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo -CAJAR-.

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2 respuestas a “El conflicto en Colombia como guerra por el narcotráfico: la gran falacia”

  1. […] El Conflicto En Colombia Como Guerra Por El Narcotráfico: La Gran Falacia Salomon Majbub Avendaño, INDEPAZ, 8 de noviembre de 2023“La primera parte del documento señala los debates que se han construido en torno a si este ha sido un conflicto por el narcotráfico o no; poniendo sobre la mesa matices en esas relaciones complejas entre las economías y mercados de la cocaína, marihuana y amapola con el desarrollo y persistencia del conflicto interno. La segunda parte da cuenta sobre lo funcional que fue masificar la idea de la persistencia y degradación de la guerra por el narcotráfico, ya que permitió el aterrizaje de la “guerra contra las drogas” en el país y su función real de dispositivo de represión sobre sectores poblaciones incomodos a los intereses del establecimiento. Y la tercera parte evidencia cuáles han sido las violencias y las víctimas de la mal llamada “guerra contra las drogas” y su paradigma prohibicionista”. […]

  2. […] El Conflicto En Colombia Como Guerra Por El Narcotráfico: La Gran Falacia Salomon Majbub Avendaño, INDEPAZ, 8 de noviembre de 2023“La primera parte del documento señala los debates que se han construido en torno a si este ha sido un conflicto por el narcotráfico o no; poniendo sobre la mesa matices en esas relaciones complejas entre las economías y mercados de la cocaína, marihuana y amapola con el desarrollo y persistencia del conflicto interno. La segunda parte da cuenta sobre lo funcional que fue masificar la idea de la persistencia y degradación de la guerra por el narcotráfico, ya que permitió el aterrizaje de la “guerra contra las drogas” en el país y su función real de dispositivo de represión sobre sectores poblaciones incomodos a los intereses del establecimiento. Y la tercera parte evidencia cuáles han sido las violencias y las víctimas de la mal llamada “guerra contra las drogas” y su paradigma prohibicionista”. […]