Imaginemos el escándalo. De pronto, cuatro o cinco locos dicen: “No, no podemos torturar”. El ejemplo que están dando es terrible. No debe expandirse. Si todos se niegan a torturar, se acaba el Poder, muere la “tarea de Inteligencia”, la Patria queda ciega, des-informada, tiene que buscar a tientas a sus enemigos. El “interrogatorio” no puede existir sin la tortura. ¿Qué nos piden que hagamos? ¿Conseguir informaciones sin arrancar uñas? ¿Conseguir verdades sin electricidad? ¿Quebrar enemigos sin negarles alimentos, sin humillarlos, sin arrojarlos a dormir entre ratas voraces, sin tirarlos a piletones con mierda, sin torturar a sus hijos? Nadie dice la verdad si no lo torturan. Pregúntenles hoy a los norteamericanos, a todos los que luchan contra el terrorismo. ¿Cómo se sabe dónde se esconde un terrorista, dónde se está fabricando la bomba que volará mañana un hotel en Chicago, un subterráneo en Madrid, el Big Ben, la Torre Eiffel? Sólo hay un modo: atrapar terroristas, todos los que sea posible atrapar, y torturarlos.
De aquí que sea improbable que la criatura humana deje de torturar. Necesitará para ello crear incesantemente lo que llamaremos “mecanismos de inocencia”, es decir, aquellos que convencen al torturador de que no es él el que tortura. Es un orden jerárquico, es un Estado en lucha contra un enemigo poderoso y esquivo, es la Patria misma, amenazada como nunca. Hay otros “mecanismos de inocencia”. Son los fundamentalismos religiosos. El fundamentalista entrega su libertad al someterse a la fe que el credo le impone. Aquí, es el credo el que funciona. Yo no soy yo, soy eso en lo que creo, eso que me trasciende, que es más que yo. Es la fe en un orden celestial, un orden del más allá, donde espera Dios o donde esperan riquezas, mujeres vírgenes, vida eterna en el regazo de Alá.
Ya Voltaire, de un modo notable, identificó la tortura con la búsqueda de información. La tortura, así entendida, es “interrogatorio”. En su Diccionario filosófico, decía que es “llamada también interrogatorio. Es una extraña manera de interrogar a los hombres (…). Los conquistadores (…) encontraron muy útil para sus intereses; la pusieron en uso cuando sospecharon que había contra ellos algunos malos designios, como, por ejemplo, el de ser libre (Voltaire, Diccionario filosófico, Akal, Madrid, 2007, p. 501). El texto es formidable. El mayor enemigo de los designios del poder es la libertad. Eso que ejercieron estos héroes de la condición humana. Cinco policías que, en Córdoba, bajo el Tercer Cuerpo de Ejército, bajo el matarife Menéndez, se negaron a torturar. Sus nombres son: Luis Alberto Urquiza, José María Argüello, Horacio Samamé, Carlos Cristóbal Arnau Zúñiga y Raúl Ursugasti Matorral. Fueron dados de baja por la Junta Militar. Ahora, 32 años después, fueron premiados por el gobernador de Córdoba y les dieron un subsidio honorífico. Luis Alberto Urquiza dijo: “Nunca pensé que, después de 32 años, pudiera pasar esto”. Nunca – o sólo como una utopía – pensamos nosotros que pudiera pasar lo que el señor Urquiza y sus compañeros hicieron: un acto libre. Una rebelión contra el Poder, una sublevación. Michel Foucault (el más talentoso de los filósofos que sucedieron a Sartre) decía, en medio de sus reflexiones sobre Irán: “El hombre que se rebela es inexplicable”. Lo es, sobre todo, si nos sometemos a los dictámenes de la “filosofía contemporánea”, envilecida en una negación neurótica de la posible libertad del sujeto. La filosofía que se enseña hoy en las academias de todo el mundo occidental es incapaz de entender el acto libre, fundante, de estos cinco simples policías. Es una filosofía institucional, que le cae como anillo al dedo al Poder: el hombre no sólo no existe como concepto de la filosofía, sino que nada puede. ¿La rebelión es inexplicable? Tendremos que ser entonces inexplicables. Como lo fueron Luis Alberto Urquiza y sus compañeros. Si todas las “explicaciones” hacen del hombre un esclavo sometido a condicionamientos feroces (el lenguaje, el inconsciente, la semiología, la etnología, la lingüística, el positivismo lógico, la estructura, el ser heideggeriano, el pensamiento estratégico sin sujeto de Foucault), entonces la tortura es más explicable que la rebelión. Contra esto nos vamos a seguir rebelando siempre, y, para colmo, vamos a tratar de explicarnos. No podemos seguir aceptando (¡y como “contemporáneas”!) filosofías que aniquilen al sujeto, a la libertad, a la rebelión, y justifiquen el sometimiento, la esclavitud, la tortura. No, como claramente dijeron esos cinco canas que – probablemente sin saberlo – hicieron más por la filosofía que montones de profesores satisfechos con sus cátedras, sus congresos y sus papers.