No existe una fórmula mágica para alcanzar la paz. Ningún modelo único sirve para todos los territorios o todos los actores. Pero hay algo claro: cuando se invierte la lógica tradicional —primero el desarrollo, luego el desarme— se crean condiciones más reales y duraderas para una salida del conflicto. En lugar de esperar el silencio de los fusiles, hay que empezar a actuar para que ya no tengan eco.
La historia reciente lo confirma: el Acuerdo de Paz con las FARC abrió una ventana, pero el Estado no llegó a tiempo. Las disidencias, el Clan del Golfo y el ELN se fortalecieron justo donde debían haberse sembrado escuelas, hospitales y confianza. La “paz total” del presidente Petro ha entendido eso: sin cambios territoriales —sociales, económicos, ambientales—, toda negociación es frágil y reversible.
El desafío es monumental. En regiones como el Catatumbo, Cauca o el Bajo Cauca antioqueño, no hay un solo actor armado ilegal, sino varios que coexisten, se enfrentan o pactan. ¿Cómo se construye Estado en medio del fuego cruzado? ¿Cómo se implementa justicia si ni siquiera existe una política de justicia transicional vigente para esos grupos?
La respuesta está en el territorio. El Estado debe ser más que ejército: debe ser educación, salud, justicia local, autonomía comunitaria, respeto étnico. Un pacto real entre instituciones y comunidades por el buen vivir. No basta con ocupar militarmente; se necesita habitar civil y dignamente los territorios.
Colombia necesita empezar la casa por los cimientos. No se trata de firmar la paz, sino de habitarla.
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